Fecha: Martes 4 de Octubre de 2016. 12:30 hrs.
Las religiones son sobre todo formas que tiene la humanidad para expresar lo que valora, lo que ha experimentado como ultimidad, lo que desea y en lo que confía. Son parte extraordinaria del esfuerzo humano por comunicar y compartir el sentido de la existencia y el rumbo que ha elegido para darle a su vida. Incluyen, ciertamente, datos revelados, pero son siempre interpretaciones y valoraciones de la vida y no son la descripción rigurosa del funcionamiento del mundo y el universo. Esto corresponde a las ciencias. Restar autonomía a la razón y a las ciencias respecto de las creencias de fe ha conducido a incontables errores y numerosos crímenes. Entre ellos a la inquisición, a prohibir toda intervención médica y las transfusiones sanguíneas, a legitimar la esclavitud, a la condena de Galileo, al rechazo del Big Bang o de la teoría de la evolución, a la prohibición de la mezcla de "razas", etcétera. Ahora conduce a deslegitimar la teoría de género (que no ideología).
Los libros sagrados, por provenir de contextos muy antiguos y lejanos, tienen grandes vacíos respecto de situaciones contemporáneas, proporcionan orientaciones morales contradictorias las más de las veces, o bien francamente inaceptables (como apedrear a las adúlteras o facultar a los padres a ofrecer a sus hijas) que exigen un discernimiento racional y laico. De ellos hay que descartar prescripciones o visiones éticamente injustas en la modernidad democrática.
Así, cuando la lectura literal de los libros sagrados entra en contradicción con la ciencia y con la legislación de las sociedades democráticas modernas, son los valores instituidos en estas últimas, y lo alcanzado por la razón humana, lo que debe prevalecer. La armonía social y la razonabilidad de la fe hacen necesaria la separación entre la verdad religiosa y la legalidad civil. Habermas decía que "la coexistencia en igualdad de derechos de diferentes formas de vida (...) requiere la integración de los ciudadanos -y el reconocimiento recíproco de sus pertenencias culturales- en el marco de una cultura política compartida".
A juicio de Fernando Savater, los rasgos fundamentales de la laicidad -condición indispensable de cualquier sistema democrático- son dos: primero, el Estado debe velar por que a ningún ciudadano se le imponga una afiliación religiosa o se le impida ejercer la que ha elegido; segundo, el respeto a las leyes del país debe estar por encima de los preceptos particulares de cada religión. Las iglesias pueden hacer recomendaciones morales a sus fieles, pero no exigirlas al resto de la comunidad. Creer es un derecho de todos, pero no una obligación para nadie.
Quizá estos principios se complican más cuando hablamos de la necesaria laicidad del Estado democrático en la educación. Tenemos claro que los padres tienen derecho a formar a sus hijos en la religión que deseen; pero también es cierto que la sociedad debe garantizar a todos sus miembros la información y formación suficiente para elegir su modo de vida y respetar aquel que legítimamente elijan los demás. La perspectiva de los padres no puede ser de ninguna manera la única que reciban los niños. Si los niños cuando crecen se comportan conforme a las creencias de los padres, pero eso lesiona a la comunidad democrática, entonces esa educación es errónea. A los niños se les educa para la armonía social, no principalmente para la armonía familiar. Y por esto, la responsabilidad de la educación es un asunto de Estado.
Es totalmente sorprendente que los más proclives a transmitir la forma de pensar de los padres sin que haya contactos externos -es decir, en realidad más autoritaria- sean quienes se duelen en mayor medida de la pretensión "totalitaria" del Estado laico de "imponer" a los alumnos valores ciudadanos religiosamente neutros.
La laicidad del Estado es un valor que garantiza la libertad de credo. No atenta contra ésta.
El artículo publicado en el periódico Reforma.
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