#ANÁLISIS La muerte en el arte mexicano y otros mitos sobre 'la Huesuda'
El arte celebra la vida pero también todos sus accidentes, y en esencia no hay mayor trascendencia reflejada por aquél que la muerte, destino insoslayable pero también canto de esperanza y, para muchos, motor de los peores temores, pero también del amor, la compasión y la solidaridad. Diría José María Cabodevilla en su 32 de Diciembre que dicho pensamiento constante sobre la mortalidad permite que “las obras sean obras de vida y no de muerte”. Así el arte, ya en la plástica, en la escena o en las letras, nos pone en nuestro sitio, nos dibuja y desdibuja en nuestra esencia imperfecta y grita, siguiendo a Jorge Manrique:
No tardes, Muerte, que muero.
Ven, porque viva contigo.
Quiéreme, pues que te quiero.
[…]
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En el imaginario que tenemos los mexicanos existe una supuesta asociación, casi exclusiva, con la muerte. El teatro, el cine, la música y ciertas expresiones plásticas, se han encargado de difundir nuestra buena relación con el fin de la vida. La Flaca, la Huesuda, la Fría, la Dientona…, la muerte es humanizada en películas como Macario (Dir. Roberto Gavaldón, 1960) y presentada como un rasgo nacional a partir de la mirada extranjera en ¡Que viva México! (Dir. Sergei Eisenstein, 1932). De acuerdo con nuestros comportamientos cotidianos, aparentemente nuestra confianza sobre la muerte es tal que la convertimos en pan y alfeñique, para ser devorada y aniquilada, y nos la damos de profetas cómicos escribiendo calaveritas con rimas chuscas dedicadas a las personas que queremos o denostamos. En realidad la muerte es ingobernable y el mexicano, presintiéndolo, ha buscado una respuesta colectiva a sus temores con el fin de exorcizarla, sintiendo “que las puede todas”. En Los caifanes (Dir. Juan Ibáñez, 1967), se aborda la muerte como una angustia que se sobrelleva generacionalmente con la guasa y el relajo, y parodiando a Manrique, “El Estilos” expresa melancólico
¿Qué se fizo el rey don Juan?
Los compadres del Peñón ¿Qué se fizieron?
¿Qué fue de tanto Caifán?
[…]
Mis veinte años dedicados a estudiar el fenómeno de la muerte en el pensamiento social, me han permitido entender que esta relación del mexicano con la muerte, aunque es particular en ciertas formulaciones, no es ni tan original, ni tampoco es un desplante de un valor equiparable al de Eneas de Troya: el mexicano no se carcajea de la muerte, sino que ríe nerviosamente porque la muerte “le pela los dientes” más a menudo de lo que aquel quisiera. A pesar de que el pensamiento cristiano se encuentra en la base de un gran porcentaje de la población, donde la muerte tiene que verse como la garantía de la verdadera vida, al mexicano le angustia que este “valle de lágrimas” aniquile su espíritu y anticipadamente le desprenda de su cuerpo: violencia física, represión, injusticia, carencias, segregación, hambre y despojos, son fuerzas cotidianas que están y han estado presentes en lo que llevamos de historia como conglomerado social. Las guerras civiles, la corrupción, los grupos con poder de facto, la delincuencia, los reyezuelos caciquiles, por mencionar algunas circunstancias y actores, han favorecido que la muerte no sea una encarnación retórica, sino un ciclo en el cual algunos individuos se encuentran permanentemente sujetos.
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Es así que el arte mexicano ha sido prolífico en cuanto a poner a la muerte como protagonista predilecta en sus figuraciones y abstracciones. Si bien hay artistas contemporáneos que se valen de la muerte y la ponen como pretexto, a veces incluso generando una relación morbosa, victimizando –quiero creer que sin saberlo– a las víctimas, existen otros que transmiten reflexiones profundas y generosas, haciéndonos partícipes de los procesos sociales, de las miradas locales o incluso nos introducen en sus cavilaciones y desconciertos. La nómina de artistas que dialogan en torno a la muerte es increíblemente grande, por lo que sólo traigo a colación algunos nombres que me son personalmente significativos.
No sorprende que el sistema político mexicano encarne a la muerte misma, y si bien el sistema muere, nosotros como pueblo asistimos a su sepelio estando más muertos que vivos. Esta es la noción del guerrerense Nicolás de Jesús (n. 1960, Ameyaltepec, Guerrero), un extraordinario ejemplo de la tradición gráfica viva que se remonta a los años más álgidos de la crítica política del siglo XIX. Sin embargo, artistas como Nicolás de Jesús, no encarnan ideales abstractos, como no representan a una muerte retórica. Su involucramiento con la denuncia a las violaciones de los derechos humanos, entre otros a la de los estudiantes de la Escuela Rural Normal Raúl Isidro Burgos, Ayotzinapa, Guerrero, es congruente con la violencia sistémica que ha vivido en carne propia.
Rafael Cauduro (n. 1950, Ciudad de México) en “Los siete crímenes mayores del Estado”, pintura mural que se ubica en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, expone la tragedia de una sociedad cuyos poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) sacrifican sistémicamente a los individuos, cuasi de manera ritual. La brutalidad que se practica en el país tiene responsables que actúan al amparo de una ley y de instituciones hechas a modo; sus trofeos son los despojos humanos, un cúmulo de cráneos colocados en un tzompantli, que recuerda los sacrificios de los pueblos prehispánicos, pero cuya naturaleza es distinta y por la distancia temporal, el sacrificio moderno es bárbaro y culturalmente condenable.
Con otras formas de expresión Lorena Wolffer (n. 1971, Ciudad de México) ha generado una propuesta artística que expone que lo evidente, la supresión social, la violencia y muerte de mujeres, es a los ojos de la mayoría algo invisible. El máximo horror no está en la muerte, sino en una vida llena de sufrimiento tanto físico como emocional, no sólo ejercido por el victimario, sino por una sociedad que permanece indiferente: cuando una mujer es asesinada, todos las matamos. A esto Paula Laverde Austin, con una de sus ilustraciones, que a distancia puede considerarse un motivo geométrico, nos propone en el acercamiento visual un espacio lleno de cruces, una obra que refleja la violencia y la muerte en Ciudad Juárez. Esta obra, realizada para la colectiva “No nos cabe tanta muerte”, se suma a los llamados de centenares de artistas, primordialmente mujeres, que han encabezado la lucha para mostrar que la muerte no debe ser aceptada y folclorizada cuando ésta proviene de la violencia.
Francisco Toledo (n. 1940, Oaxaca) es uno de los artistas donde la muerte es protagonista tan notable, que paradójicamente toma vida para posteriormente ser aniquilada por su propia naturaleza impertinente, que le hace tentar a las fuerzas animales, también muertas, que no le respetan y le cornan, muerden y riñen. La muerte es audaz, pero también envejece, y no hay que esperarla pues ya está dentro de nosotros, con la forma que más tememos, la de una osamenta huesuda que se ríe de nuestra propia angustia.
Otros grandes maestros han coqueteado con la muerte, construyendo un mundo moderno de modelos que remiten a las antiguas imágenes elaboradas para el bien morir. Roberto Montenegro (n. 1887, Guadalajara-1968, Ciudad de México) y su “Alegoría de la muerte”, junto con su contemporáneo Alfonso Michel (n. 1897, Colima-m. 1957, Ciudad de México) con sus naturalezas muertas y cuadros de vanidad, parecen reflexiones del simbolismo de un autorretrato de Saturnino Herrán (n. 1887, Aguascalientes- m. 1918, Ciudad de México) y de las fijaciones macabras de Julio Ruelas (n. 1870, Zacatecas- m. 1907, París).
José Guadalupe Posada (n. 1852, Aguascalientes- m. 1913, Ciudad de México) nunca imaginó que sus calaveras llegarían a ser tan importantes para la configuración de la cultura visual de los mexicanos, como también para la conformación de estereotipos. Sus catrinas han desfilado en homenajes, citas y configuraciones comerciales, y sería hoy imposible determinar cuántos y cuan variados soportes han sido utilizados para difundirlas. Hoy en día los medios de comunicación las reutilizan, los tatuadores las fijan en sus lienzos de piel, y una cantidad importante de artistas las reproducen para favorecer algunas posiciones y conceptos. Sin lugar a dudas Posada se sirvió de una tradición local de representaciones ya establecidas en el ámbito popular, figuradas en las pinturas heredadas del mundo virreinal. Para el fin del siglo XIX, sobrevivían muchos más modelos de la representación de la muerte, en pintura mural, pintura de caballete, piras funerarias, muebles, estampas, etc. Un siglo antes que naciera Posada, la llamada Nueva España era una sociedad madura donde la muerte tenía una presencia cotidiana y relativamente armonizada.
En el virreinato de la Nueva España (1535-1821), ese proto México donde se horneó buena parte de la identidad actual, la muerte era reina y soberana. La expectativa de vida no era muy alta, como tampoco lo era en los reinos de Francia, Inglaterra o Castilla. La sociedad estaba volcada, sin embargo, a pensar que la existencia era tan sólo un corto tránsito que daría paso a la verdadera vida. En ese sentido, la reflexión sobre la muerte fue constante y los escritores, pintores, dibujantes, sargueros, escultores, grabadores e impresores, ayudaron a generar una visión plástica sobre la muerte donde esta adquirió personalidad. Cuadros de vanitas, representaciones de memento mori, pudrideros, ejecución de mártires, entre otros temas, ayudaron a que las personas meditaran sobre la vida recta y enmendada antes de la llegada de la muerte, o bien a sacrificar su vida en la imitación de Cristo. La abundancia de imágenes en torno a la muerte estaba equiparada a las representaciones de la vida de Cristo, primordialmente de su Pasión, como también de la virgen María. De esta manera, para los novohispanos la muerte estaba ahí, dentro de cada uno esperando para irrumpir, segando cualquier esperanza y alegría, pero sin poder aniquilar el alma de las personas buenas cuando estas exhalaran un último suspiro.
Si la muerte se extrae del arte mexicano, entonces presenciaríamos la muerte del arte. La vía a la justicia reclama que el artista sea interlocutor consciente de lo trascendente, y clame como sor Juana Inés de la Cruz, en “Ya que para despedirme”
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Mira que es contradicción
que no cabe en un sujeto,
tanta muerte en una vida,
tanto dolor en un muerto.
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*El Dr. Alberto Soto Cortés es coordinador de la Maestría en Estudios del Arte de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México
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