#Opinión. Ejército: Fin del legado civilista

Mar, 24 Sep 2024
  • Foto: https://www.gob.mx/

“…Con la autocensura ganan ellos, quienes atacan los derechos humanos o civiles”

actor Javier Bardem, en su reconocimiento fílmico en San Sebastián, España,

al condenar los ataques de Israel en Palestina 20 de septiembre 2024

 

Poca atención se ha dado a las implicaciones profundas y estructurales de las reformas constitucionales que están por consagrar militarismo y militarización del Estado y la sociedad en México. Si bien el objeto principal de la iniciativa propuesta en febrero pasado por el presidente Andrés Manuel López Obrador era eliminar el obstáculo del texto constitucional que definía a la seguridad pública como civil (igual que en toda democracia debidamente establecida), el resultado termina con una definición más amplia y fundamental del Estado mexicano: la supremacía civil sobre el estamento militar.

Presidente y Ejército desobedientes y desleales a la Constitución

El contexto en que se formula la iniciativa y se impulsa la decisión de trasladar la Guardia Nacional a la Sedena, pasa por el aniquilamiento del Poder Judicial como contrapeso constitucional a los excesos y decisiones inconstitucionales del Ejecutivo y del Congreso, particularmente en materia de seguridad. El centro de este tour de force que se define a favor del presidencialismo sin cortapisas, gira en torno de la Guardia Nacional. El debate parlamentario opositor recordó en primera instancia las razones por las que apoyó la modificación constitucional de un cuerpo armado que se contemplaba en el siglo XIX, que se consolidó en la Constitución de 1857, con un voluntariado de formación militar pero con liderazgo civil a cargo de los gobiernos estatales.

La crisis estructural de seguridad junto con un enorme interés político-militar (presidente y Ejército), fueron los elementos que, legalmente, hicieron desaparecer a la Policía Federal y todo el diseño legal e institucional construido desde 1995 en materia de seguridad pública para, finalmente, militarizarla. Inicialmente la oposición cedió a la transformación de la figura de la Guardia Nacional existente en el texto previo a 2019, a cambio de establecer de modo expreso el carácter civil de la seguridad pública y de no abandonar a las policías estatales y municipales. Presidente y Ejército maniobraron tramposamente en el Congreso para, finalmente y en contra de la Constitución vigente (artículo 129), hacer depender del Ejército al nuevo cuerpo de fuerza: primero bajo un esquema temporal con el pretexto de su conformación inicial como organismo que debía asumir las atribuciones de la extinta Policía Federal; luego, como responsable de su operatividad institucional pese a estar adscrita a una Secretaría de carácter civil (la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana).

La oposición parlamentaria y la sociedad civil advirtieron no solo la trampa de la militarización sino el riesgo militarista (la creencia llevada en términos ideológicos de que las actividades y desempeño castrenses son superiores a las funciones de gobierno civiles su eficiencia a cargo de funcionarios civiles) que impulsaban militares y políticos en el poder. Se combatieron ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, las decisiones del presidente desde el decreto mismo de creación de la Guardia Naccional (2019), la reforma al capítulo transitorio en el que prolongaba hasta 2028 la dependencia operativa a cargo de la Sedena (2020) (inicialmente se pretendía que fuese hasta 2024); y la reforma a la Ley Orgánica del Ejército (2022) -contraviniendo la Constitución-, de adscribir de plano a la Guardia Nacional a la Sedena. La decisión más importante de la Corte fue la declaración inconstitucional de la reforma legal y ordenar que se restituyera o devolviese la GN orgánicamente a la SSPC a partir del 1º de enero de este año. (Algo similar había ocurrido en 2018 cuando se declaró inconstitucional la Ley de Seguridad Interior impulsada por la Sedena y presentada por Enrique Peña Nieto al final de su sexenio). El presidente López Obrador no solo ignoró la decisión de la Corte sino que la misma Sedena emitió, en la víspera del término de cumplimiento de la sentencia y en abierto desacato a la Corte, una Circular en la que reiteraba que la GN seguiría dependiendo por completo del Ejército.

No es un asunto menor que el presidente, por un lado, y el Ejército, por el otro (además de tener la potestad de ejercer la violencia en nombre del Estado), teniendo como justificación de su existencia observar y hacer observar la constitucional y su marco legal (las decisiones judiciales son normas constitucionales individualizadas), se nieguen a cumplir una resolución de la Corte. Sin obediencia constitucional del Ejército, no hay lealtad ni fidelidad al Estado de Derecho y deja en grave entredicho la legitimidad presidencial y del mismo instituto armado. Hay una lealtad malentendida del Ejército en términos de fidelidad presidencial y no de la Constitución y las leyes. Mal para la “consolidación” de la Guardia Nacional que empiece su nueva fase “constitucional” con un precedente de incumplimiento y desacato…. ¡constitucional!

Supremacía civil. Principio, lección no aprendida e historia olvidada

Paradójicamente, el régimen civilista presidencial de los últimos setenta y cinco años fue posible por los militares posrevolucionario que erigieron social y políticamente al Estado mexicano del siglo pasado. El proceso que formalmente culminó en 1946 había iniciado prácticamente en 1928 luego del asesinato del presidente (reelecto) Álvaro Obregón (y una histórica reunión de Plutarco Elías Calles con todos los generales del Ejército en el Palacio de Chapultepec). El riesgo de desintegración política obligó a fuerzas sociales y políticas, entre otras cosas, a establecer un pacto civil y militar con los jefes del naciente Ejército posrevolucionario, que permitiese cimentar las instituciones del Estado en ciernes que ya se había definido en 1917. Parte de las decisiones políticas fundamentales del arreglo fue refrendar la supremacía civil producto de las reformas y luchas liberales del siglo XIX en contra de los privilegios militares y clericales que predominaron luego de la independencia. El caudillismo militar de entonces había costado al país no solo empobrecimiento, violencia fratricida sino la pérdida del territorio. Por ello, no era casual que hubiese una previsión constitucional de limitar la actuación del Ejército a su función primordial de defender la integridad y soberanía nacional solo en casos extremos de agresión o riesgo real de amenaza contra la existencia misma del país. De ahí que esa limitación se expresara en términos de prohibición clara de que, “en tiempos de paz”, no se hiciera uso del Ejército por el presidente, salvo en lo que tuviese que ver estrictamente con sus responsabilidades de defensa.

Los cambios constitucionales aprobados ahora van más allá de lo relativo a la Guardia Nacional, liquidan la previsión de acotar el intervencionismo militar y ampliarlo a cualquier ámbito ajeno a las misiones de defensa o castrenses al permitir su actuación en cualquier actividad prevista por las leyes. Esto abre la puerta al uso extenso y abusivo de las fuerzas armadas en cualquier ámbito de gobierno, en cualquier nivel. En términos llanos, suprime el acotamiento legal de los militares e incluso jurisdiccionalmente porque el Poder Judicial, tal como lo conocemos, estará atado de manos de poder juzgarlos ante cualquier abuso y todo se ventilará en la llamada justicia militar, dependiente del alto mando castrense. En el fuero militar, hay que decirlo, el debido proceso y las garantías de respeto a los derechos humanos son inexistentes.

El Estado mexicano del siglo XX, producto complejo de acuerdos y ajustes políticos, es reflejo de líderes militares que vivieron e hicieron la revolución, pero sus orígenes eran civiles. Hecho que se olvida en los discursos de la clase política y algunos académicos cercanos a los militares. Por eso el derrotero civilista del poder hacia la mitad de la centuria. Diferencia importante con la élite política y militar prohijada en las últimas cinco décadas son también reflejo de un régimen autoritario que no dudó en la represión, con líderes castrenses cuya experiencia de combate ha sido la contrainsurgencia, rural y urbana (incluyendo la guerra sucia), y la lucha contra el narcotráfico. Nada de esto tiene que ver con la construcción de un Estado democrático y de derecho.

Uno de los principales pecados de la transición política (tiene varios que, de hecho, explican el ascenso del populismo autoritario que se ha vivido en los últimos sexenios), fue omitir en su agenda de reformas de Estado (sucesivas desde 1988), la reestructuración de sus fuerzas armadas, modernizándolas en términos orgánicos y de redefinir su papel en democracia a la luz de los cambios que también se observaban en otros ejércitos: separando las funciones administrativas de las estrictamente militares con un secretario civil, alejándose de funciones represivas y de espionaje así como las de control policial en países subdesarrollados, etc., refrendando su obediencia a las instituciones civiles, sin limitarse a la deformada obediencia presidencialista y autoritaria.

La clase política en el poder y su mayoría aplastante en el Congreso hacen gala de una fuerza física de violencia gubernamental que no les pertenece. Ahí están los dos millones y medio de granadas de gas y vehículos antimotines que está comprando la Sedena. Tampoco es una fuerza que les obedecerá (como no lo hizo con la Suprema Corte) y que, al final del día, les aplastará como ahora lo hacen con la oposición y las minorías que no comparten su visión. Errores que pagaremos todos durante mucho tiempo.

Por: Erubiel Tirado, académico del Departamento de Historia y Coordinador del Diplomado Seguridad Nacional en México. Los desafíos del siglo XXI, de la Universidad Iberoamericana.

 

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