El pasado 7 de febrero se reportó una temperatura de 18.3 grados Celsius en la Base Esperanza, ubicada en el extremo sur de nuestro continente. El 13 de febrero se registró una lectura histórica de 20.75 grados Celsius en la Isla Marambio, situada en el área de la Península Antártica y cuya temperatura media en esta época del año es de tan sólo un grado.¹ 

Estas mediciones se sitúan en el contexto de un verano anormalmente cálido en el hemisferio sur, y que se ha caracterizado por diversos desprendimientos de glaciares. ² No es un hecho fortuito que las altas temperaturas en el verano austral coincidan con máximos históricos en las concentraciones globales de dióxido de carbono atmosférico para esta época del año, y ello es motivo de una seria reflexión.

Una frase que comúnmente se escucha en arenas políticas cuando se dan fenómenos climáticos extremos es: "Ningún evento específico puede asociarse directamente al calentamiento global". Frecuentemente se agrega a esta frase otra que afirma que "deben pasar generaciones para que un conjunto de fenómenos climáticos extremos pueda ser atribuido, a la acción humana”. Este tipo de frases, heredada de la indiferencia que existía hace cuatro décadas sobre el tema, conlleva a grandes riesgos.

Existe una diferencia fundamental entre el clima planetario, visto como un sistema físico global (climate) y el 'tiempo atmosférico cotidiano' (weather). En este sentido, diversas actividades humanas desarrolladas a partir de la revolución industrial han aumentado significativamente los niveles de gases de efecto invernadero en la atmósfera, afectando al clima global.

La naturaleza se ha convertido en el brazo ejecutor de ondas de calor mortales, inundaciones agudizadas por la fuerza de huracanes altamente destructivos y el aumento del nivel de los mares, por citar tan sólo algunos ejemplos de fenómenos extremos cuya frecuencia se ha ido incrementando en las décadas recientes.

Se ha repetido hasta el cansancio que es necesario un descenso de casi 45% en las emisiones de dióxido de carbono a lo largo de los próximos 10 años para salvaguardar la integridad de los ecosistemas de la Tierra. ³ Los principales emisores de estos gases, (cinco países entre 200), concentran el 49.98% de las emisiones y aún no dan muestras de revertir convincentemente sus políticas energéticas actuales.

Si se comparan las concentraciones de dióxido de carbono en la primera quincena de 2020 con sus contrapartes del 2019, se advierte un aumento del orden de 8 partes por millón (ver figura 1). 

La salida de los Estados Unidos del Acuerdo de París es una señal inequívoca de que la administración Trump es indiferente a la crisis ambiental del siglo XXI. Ignorar la evidencia científica por parte de las clases políticas dominantes en los principales países emisores incrementa los riesgos derivados del calentamiento global a niveles sin precedentes en la historia humana.

PRL/ICM