“Era cuestión de tiempo”: el seminarista asesinado en la CDMX fue mi alumno

Lun, 17 Jun 2019
La violencia, la locura, la vorágine que poco a poco nos va envolviendo, llega a nosotros de una forma u otra
Lastima decirlo, duele tener razón. Era evidente que, ante la falta de resultados, la violencia nos alcanzaría, nos cercaría, nos envolvería a todas y todos
  • Llegó el día en que alguna de las desafortunadas víctimas de la violencia en la capital, en el país,tenía que ser alguien cercano a mí (Foto publicada por Publimetro)
Por: 
Ivonne Acuña Murillo

Con profundo pesar y conteniendo las lágrimas escribo esta colaboración. Hugo Leonardo Avendaño Chávez, seminarista y egresado de posgrado de la Universidad Intercontinental (UIC), asesinado hace unos días, fue mi alumno. Compartí sus esfuerzos en la Licenciatura en Filosofía, en la misma universidad. Fui participe también de su vocación religiosa, en dos años se convertiría en sacerdote.

Era cuestión de tiempo, años, meses, semanas, días, horas conmoviéndome cada vez que escucho noticias sobre la desaparición, violación, secuestro, asesinato de una niña, una jovencita, un niño, un joven, una madre, un padre, un hermano, una hermana, un amigo, una amiga, finalmente, llegó el día en que alguna de esas desafortunadas víctimas tenía que ser alguien cercano a mí.

Ciertamente, no es la primera vez, aunque sí la más directa en que debo lamentar hechos de esta naturaleza. En 2015, asesinaron a tiros a un compañero y amigo de mi hijo (al que no conocí), quien viajaba en compañía de un precandidato a diputado por el PRD en una carretera de la mixteca oaxaqueña. En diciembre del año pasado, otro entrañable amigo, pero esta vez del hijo de mi hermano murió, en un hospital, a causa de una bala perdida que días antes penetró su mejilla y se alojó en el cerebro. Él se encontraba en una calle cercana a su casa festejando en una posada cuando dos supuestos grupos del narco menudeo se enfrentaron a balazos. Tenía tan sólo 21 años. Además de él murieron otros 6 jóvenes, entre ellos a quien buscaban y su novia. Es de notar, que los miembros de ambas bandas tenían alrededor de 20 años.

Por mi inclinación al análisis político escucho varios noticiarios al día. Comienzo con Ricardo Rocha, sigo con Gaby Warkentin y Javier Risco, para terminar la mañana con Carmen Aristegui. Por la tarde, sigo a Denise Maerker y a Julio Hernández López (Astillero). Por la tarde noche a Leonardo Curzio, Pepe Cárdenas, Enrique Hernández Alcázar (El Weso). Los sábados y domingos sintonizó a Jaime Núñez. Acudo también a quienes han hecho de YouTube su espacio y emiten programas como Sin Censura, El Chapucero, Campechaneando, Juca Noticias, al mismo Julio Astillero en su emisión nocturna y en Debatitlán con Brozo, donde participan también, además de Brozo, Mauricio Merino, Sabina Berman y Emilio Lezama. Por supuesto, las mesas de análisis de Aristegui, “La Hora de Opinar”, con Leo Zuckermann, en Foro TV-Canal Cuatro, “Primer Plano”, en Canal Once, donde participan María Amparo Casar, Lorenzo Meyer, Francisco José Paoli, Sergio Aguayo, José Antonio Crespo y Curzio. Reviso igualmente, notas y columnas en los principales periódicos de circulación nacional.

La necesidad de esta larga lista es evidenciar que no busco de manera deliberada la “nota roja”, misma que ha dejado de estar ausente o limitada a pocos minutos en una emisión, para convertirse en el tópico principal, en el tema obligado.

De tal suerte, que no importa el noticiario, comunicador, comunicadora, analista, periódico o medio que siga, más tarde o más temprano me entero de: la madre que fue sacada de su casa  y asesinada fuera de esta a la vista de sus pequeños hijos; de la mujer que con su bebé en brazos fue asesinada en la micro por resistirse a un asalto, ella quedó muerta en el piso y el bebé no fue encontrado; de la otra que al darse cuenta del asalto se bajó de la micro y fue baleada y asesinada por uno de los asaltantes que la siguió en su huida; de la adolescente que fue arrebatada de la mano de su madre por un grupo de hombres armados, en un tianguis de la Ciudad de México mientras hacían la compra; de la joven madre de dos pequeños que salió a comprar pan para el desayuno y nunca volvió; de la niña de primaria que era llevada a la escuela en bicicleta por su padre, quien un día la subió en una pesera pues comenzaba a llover después de lo cual pretendió seguir a la combi, pero el chofer apresuró la marcha y se perdió de la vista, horas después la niña apareció muerta, había sido violada y asesinada por el mismo chofer; del estudiante de puebla que fue secuestrado y asesinado por sus mismos compañeros para pedir un rescate; de la jovencita que murió después de que le dispararon mientras estaba en su salón de clases; de la joven que fue vista por última vez en conocida farmacia de la Avenida Lomas Verdes en el Estado de México y que fue encontrada muerta en una maleta junto con una empleada del gimnasio al que acudía.

No hay espacio en esta colaboración para la inmensa lista de casos que enlutan a México; sin embargo, no pueden faltar en ella los más recientes y visibles (con seguridad hay muchos más que pasan rápidamente o no llegan a los medios en función del personaje o porque no generan tanto impacto) el de Norberto Ronquillo Hernández de 22 años, estudiante de la Universidad del Pedregal, quien fue secuestrado y asesinado, y el de Leonardo Avendaño de 29 años, mi exalumno, quien desapareció camino a la Parroquia Cristo Salvador, donde asistía al padre a cargo, y fue encontrado muerto en su coche poco después.

No acababa yo de reponerme, si acaso eso es posible, del impacto que me provocó el asesinato de Norberto cuando me enteré de lo sucedido a Leonardo. Me fue imposible no “ponerme en los zapatos” de la madre del primero y no sentir el dolor que significa perder a un hijo en esas circunstancias, me pregunté cómo se puede seguir viviendo después de algo así, llegué al extremo de suponer que sólo el suicidio o la venganza podrían aliviar una pena tan grande.

En eso estaba, cuando la noche del jueves me enteré que habían asesinado a otro estudiante, pero ahora de la UIC. Por la mañana, muy temprano, al iniciar mi rutina de noticiarios supe que era seminarista y que había terminado su maestría. Enseguida eché de ver que forzosamente tenía que haber estudiado conmigo. No alcancé a escuchar su nombre de pila sólo su apellido, por lo que no pude traer su imagen a mi mente. Googleé la noticia y encontré primero el resto de su nombre y luego su foto, no había duda, no sólo era mi exalumno sino mi amigo en Facebook.

Además de las lágrimas, los recuerdos se agolparon en mi mente. Leonardo tomó conmigo “Seminario de Tesina”, en quinto y sexto semestre de la carrera de Filosofía, en el otoño de 2013 y en la primavera de 2014. Lo acompañé, al igual que a sus compañeros, en la elaboración del trabajo que da por terminados los estudios de Filosofía para continuar luego con la Licenciatura en Teología y todas aquellas etapas, como el noviciado, que más tarde lo llevarían a ordenarse como sacerdote.

Conservo en mi mente el salón, la distribución de las mesas, las sillas y el escritorio, de la cátedra, de los ventanales, de la puerta, del cesto de basura, del lugar donde Leonardo se sentaba, de sus compañeros, otros queridos alumnos. Recuerdo con claridad su rostro de niño, su sonrisa, su bonhomía, su voz baja. En alguna ocasión, le pregunté sí conocía al barítono mexicano Hugo Avendaño, homónimo suyo, muy popular en las décadas de los 60 y 70. Me dijo que no, así que le sugerí buscarlo en Google.

Era cuestión de tiempo, 29 años son poco tiempo para el remate de una vida. Para terminar con los sueños, los afanes, los deseos, los esfuerzos de alguien que busca llegar a viejo haciendo algo por los demás o simplemente viviendo. Leonardo pertenecía a la Congregación de Misioneros de San Carlos Borromeo o Misioneros de San Carlos, más conocidos como scalabrinianos, cuyo objetivo es ayudar a los inmigrantes y a los refugiados políticos.

Era cuestión de tiempo, la violencia, la locura, la vorágine que poco a poco nos va envolviendo llega a nosotros de una forma u otra.

Primero, la violencia se ubicaba en ciertos estados del país, así en Sinaloa, como en Tamaulipas, Chihuahua, Michoacán, Guerrero.

Segundo, quedaba constreñida a zonas de riesgo, colonias que de años atrás habían sido identificadas como “peligrosas”, Tepito y la Guerrero, por ejemplo.

Tercero, ocurría, sobre todo, a altas horas de la noche por lo que sólo debíamos asegurarnos de llegar a casa a “buena hora”.

Cuarto, se relacionaba con la vestimenta y la portación de objetos caros o vistosos, por lo que las autoridades recomendaban discreción en su uso.

Quinto, su incidencia mayor estaba claramente relacionada con la clase social, el sexo y la edad, de manera que había más probabilidad de que una niña o jovencita de barrios pobres fuera secuestrada, violada, asesinada o “enganchada” a las redes de trata y prostitución forzada que una que habitara en colonias de ingreso alto.

En resumen, todo se reducía a una serie de estrategias personales que reducían al mínimo la posibilidad de ser víctimas de un delito.

Ahora, no importa el estado, el lugar, la hora, la ropa, los accesorios, la clase social, el sexo, la edad. Todos y todas compartimos la probabilidad de convertirnos en parte de la nota roja. Por supuesto, esta probabilidad se distribuye de manera diferenciada en función de las mismas variables. Esto es, algunas, algunos son más vulnerables que otros u otras.

Era cuestión de tiempo, cuando me enteraba de hechos de violencia en estados y lugares lejanos, deseaba que estos no se extendieran a otras zonas del país, que no llegaran a mi región, a mi colonia, a la escuela de mis hijo e hija, a nuestro lugar de trabajo o esparcimiento, al resto de mi familia, a mis amigas y amigos, a mis estudiantes. Al tiempo que tenía la esperanza de que se hiciera justicia, que se castigara a los y las culpables, que se redujera a su mínima expresión semejante violencia.

No sólo lo anterior no se cumplió, sino que ahora tengo evidencias de que las bandas del narco y el crimen organizado operan en la zona en la que habito, que asaltan, roban, secuestran, matan, desaparecen estudiantes, empleados, empleadas. En julio de 2017, a tres cuadras de mi casa, asesinaron a dos jóvenes policías que custodiaban un auto robado recién recuperado. En la universidad donde estudia mi hija, cuyo nombre omito por seguridad, secuestraron, hará unos dos años a una estudiante de licenciatura al salir de clases a las 10 de la noche. En agosto del año pasado, una empleada de la misma universidad, con la que tuve contacto y a quien recuerdo perfectamente, desapareció por la mañana de camino a la misma. Hasta donde sé ninguna de las dos apareció.

Era cuestión de tiempo, era inevitable que el nuevo gobierno se enfrentara con la cruda realidad de la imparable violencia que atraviesa México en todos sentidos. Era ineludible que desde la sociedad exijamos que algo cambie, que las estrategias planteadas, como la de la Guardia Nacional y otras políticas públicas, reviertan poco a poco las variables -impunidad, corrupción, pobreza, desempleo, desigualdad, complicidad-, que sirven de caldo de cultivo al horror que supone vivir en un país en el que cualquiera o casi cualquiera puede salir de casa y no volver nunca o regresar en pedacitos, dentro de una bolsa de plástico, mutilado o en cualquier otra forma que transgreda los límites de la dignidad humana. Pero, sobre todo, antes de tiempo.

Era cuestión de tiempo, para que las autoridades de la Ciudad de México y todo el país se vieran en la necesidad de explicar el móvil, las circunstancias, los autores, las acciones que implementarán para detener este horror. Sin embargo, la falta de información y comunicación oportuna por parte de las autoridades responsables puede llevarnos a sacar conclusiones y a conjeturar que en el caso de Norberto y Leonardo puede existir una relación.

Que ambos homicidios, y otros más, tienen como autores intelectuales a grupos políticos interesados en desestabilizar al nuevo régimen, comenzando por la capital del país, dada su importancia y visibilidad; que sus asesinatos son producto del resentimiento social que provoca la enorme desigualdad social que caracteriza a México y que los mataron por estudiar en universidades particulares y tener coche, por ejemplo; que sus asesinatos son resultado de un gobierno incapaz de lidiar con el problema de inseguridad que enfrenta y que más tarde o más temprano, como se hizo en administraciones pasadas, acabarán culpando a las víctimas de lo sucedido o desligando los hechos del clima generalizado de inseguridad y violencia en que se vive (a Norberto lo mató el ex novio de su novia, y a Leonardo un sacerdote), tratando de evadir su responsabilidad y de ocultar la gravedad de la situación por la que atraviesa el país, que más que una crisis se está convirtiendo en un problema estructural; que su muerte es parte de una estrategia mayor de las bandas del narco y la delincuencia organizada para aterrar a la población y tenerla a su merced, para hacer más efectivas acciones como la venta de seguridad y el cobro de piso; que ambos homicidios son resultado de la combinación de dos o más de las hipótesis planteadas.

Y aun suponiendo que los asesinatos de Leonardo y Norberto hayan sido motivados por una venganza personal como apuntan las investigaciones de la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México, ambos se inscriben en el ambiente generado por la impunidad y la corrupción de la justicia que corroe a nuestro país.

Era cuestión de tiempo, para tener que llorar por la desgracia de alguien querido, de alguien cercano.

Era cuestión de tiempo, lastima decirlo, duele tener razón. Era evidente que, ante la falta de resultados, la violencia nos alcanzaría, nos cercaría, nos envolvería a todas y todos.

 

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