Opinión. Desplazamiento forzado por procesos de hiperurbanización
Artículo elaborado como parte del servicio social en el Programa de Asuntos Migratorios (Prami) de la Universidad Iberoamericana
Debido a la concentración de las fuerzas políticas y económicas en la capital del país, la Ciudad de México -antes Distrito Federal-, parecería ser el lugar ideal para establecerse y crear un patrimonio exitoso en unas cuantas décadas.
Desde los años 60 del siglo anterior la capital experimentó un acelerado crecimiento, impulsado en gran medida por la industrialización. La llegada de grandes fábricas y negocios provocó una alta oferta de empleos mejor pagados que prometían múltiples posibilidades de desarrollo profesional y familiar. Esto fue aprovechado por personas que migraron del campo y de entornos rurales del interior del país a la ciudad tratando de obtener trabajos estables. Debido a estos procesos de migración, la ciudad empezó a crecer, pues se asentaron miles de personas y familias cuya descendencia pobló gran parte del entonces Distrito Federal.
Durante los años 70 y 80, la ciudad siguió su ritmo de crecimiento. Sin embargo, los servicios, los salarios, las políticas, los empleos y la economía no crecían al mismo ritmo que la población y, además, el país atravesaba una crisis económica, por lo que no se cubrían adecuadamente las necesidades de alimentación, educación, salud, servicios públicos, etc. (Jiménez, 2006). Las políticas de ese momento no fueron adecuadas para responder a las nuevas exigencias de la ciudad que crecía de forma exponencial. Frente al aumento de la población, la vivienda se tornaba cada vez más difícil de alcanzar. Esto, en parte, influyó en el desarrollo de las periferias y los asentamientos irregulares dentro de ellas. Así se profundizaron las desigualdades existentes entre quienes vivían en la zona céntrica de la ciudad y quienes fueron marginados hacia las periferias.
En la década de 1990, con la firma del Tratado de Libre Comercio, se promovieron ajustes económicos que prometían impulsar la economía nacional, como la Ley de Inversión Extranjera, la cual permitió a empresas del extranjero invertir en actividades que antes sólo eran permitidas para empresas mexicanas (Rodríguez Arana, 2009). Estos cambios formaron parte del paso de una economía controlada por el Estado a una economía de mercado, que redujo la capacidad de intervención estatal y abrió un mundo de posibilidades a la inversión extranjera y para el establecimiento de nuevos modelos de negocio en el país, incluyendo el sector inmobiliario. Esto respondió prioritariamente a las necesidades de las clases media y alta.
En función de los intereses del sector inmobiliario se promovió el surgimiento y consolidación de colonias de alta plusvalía, elevando los costos de la vivienda, causando que esta empezara a colocarse más como una inversión lucrativa que un derecho, especialmente por la posibilidad de maximizar ganancias a largo plazo. Así fue instalándose el modelo de especulación inmobiliaria, entendido de manera simple como el proceso mediante el cual se compran inmuebles para venderse a precios elevados, con el fin de controlar el precio de la vivienda, generando así mayor desigualdad en la ciudad, de tal forma que tenemos casas sin personas y personas sin casa.
A partir de la década del 2000 hasta la fecha, se ha profundizado lo que para fines de este artículo denominamos hiperurbanización1 entendida como el proceso de crecimiento urbano acelerado y descontrolado de una ciudad, que implica tanto desarrollos inmobiliarios como comerciales, así como la infraestructura necesaria para brindar servicios básicos como agua, luz, gas, entre otras. Este proceso, que es una expresión del llamado extractivismo urbano2, responde a las necesidades del capital y no a las de las personas, mucho menos de la población local y, de hecho, les impacta de diversas formas negativas. Además, al carecer de una planificación adecuada o, incluso, contravenir los lineamientos establecidos, termina por crear y/o profundizar problemas estructurales, como la segregación de comunidades o la marginación de grupos en situación de vulnerabilidad (Ruiz, s/f).
La hiperurbanización, una categoría que tiene muchas aristas, se puede entender desde un análisis social, económico, ambiental, demográfico, de infraestructura, entre otros.
El boom inmobiliario
En el modelo económico neoliberal, países con ciudades consideradas desarrolladas han logrado afianzar sus expectativas de urbanización gracias a la industrialización y al crecimiento económico. Sin embargo, países como México -el cual bajo el modelo capitalista se considera un país en vías de desarrollo (Banco Mundial, 2024)- han incrementado su tasa de urbanización por encima de los niveles de industrialización y de crecimiento económico, e incluso la velocidad de urbanización que hay en México supera a la de algunos países considerados desarrollados. Todo ello deriva en procesos de hiperurbanización (Li & Wang, 2023), que provocan el crecimiento de la ciudad sin la procuración o garantía de derechos adecuada para la ciudadanía: a la vivienda digna, a la salud, a la educación, acceso a servicios básicos, entre otros. Por ende, se genera una serie de consecuencias transversales que se agudizan conforme pasan los años, y que detonan procesos como la gentrificación, el cambio de actividades económicas, la modificación en los modos de vida y, cada vez más, el desplazamiento forzado de personas y familias debido a la reducción en la calidad de vida.
Este modelo de crecimiento urbano, aunado a la incursión de las empresas constructoras e inmobiliarias en los mercados financieros, ha dado lugar a lo que se conoce como boom inmobiliario, un proceso que constantemente transforma y afecta al territorio, causa daños socioambientales y desplaza a las poblaciones de sus lugares de origen.
La búsqueda por maximizar las ganancias de las empresas privadas y la laxitud de las políticas de construcción, la “falta de cohesión en las políticas de ordenamiento territorial y la prevalencia del interés económico por encima del bienestar colectivo” (Orocio, 2024) agudizan las problemáticas sociales y explicitan que la visión del Estado no se centra en un bienestar social, sino en facilitar un modelo de crecimiento urbano depredador.
La hiperurbanización y la subida de precios en los servicios son una amenaza constante a la identidad, al territorio, a las costumbres y, en general, a la vida de quienes habitan previamente esos espacios. Los efectos del boom inmobiliario, como el aumento de los precios del suelo y la vivienda, el acceso limitado a créditos hipotecarios, la precariedad laboral y bajos ingresos, o el déficit de políticas de vivienda social puede ser una de las causas del desplazamiento de personas.
La Ciudad de México es un gran ejemplo del proceso de hiperurbanización. En las últimas dos décadas, la ciudad ha sido invadida por megaproyectos, desde proyectos inmobiliarios hasta mega plazas comerciales, concentrándose en zonas estratégicas de la ciudad que son las de mayor afluencia y consideradas con mayor proyección económica. Desde 2017, el Observatorio de Conflictos Socioambientales de la Universidad Iberoamericana (OCSA) ha registrado más de 100 megaproyectos de extractivismo urbano dentro de la Ciudad de México, particularmente proyectos de carácter inmobiliario, siendo la alcaldía Álvaro Obregón la que más desarrollos de carácter inmobiliario y/o comercial posee, con 21; seguida de Benito Juárez con 16, Cuauhtémoc con 15, Coyoacán con 14, Miguel Hidalgo con 11 y Cuajimalpa y Gustavo A. Madero con 7 cada una.
Un aspecto común de estas 8 alcaldías es que en los últimos 15 años han tenido un crecimiento exponencial. Algunas de las zonas más cotizadas de estas alcaldías tienen características como áreas verdes, acceso a vías rápidas y a transporte, infraestructura de servicios, pocas zonas industriales, zonas culturales cercanas, etc. Estas características hacen que el mote de “cotizadas” aplique para estas alcaldías al ser muy valoradas por el mercado inmobiliario, provocando que los recursos públicos y privados y la atención se vuelquen a esas zonas, privatizándolas y aumentando su plusvalía, lo que las coloca al alcance de un sector minoritario de la población, reforzando así su estatus de privilegiada o exclusiva.
Estos espacios pueden ser, o no, zonas con características socioeconómicas altas, es decir, no importa si la zona a tratar es una que históricamente ha sido de población empobrecida o rica, con el hecho de que cumpla con las características anteriormente mencionadas ha sido suficiente para que sean objeto de modificaciones, mismas que son enfocadas a cubrir las necesidades y exigencias de un público con ingresos medios-altos, así que se construyen unidades habitacionales, edificios corporativos o centros comerciales, los cuales elevan el coste de la zona a ritmos muy acelerados.
El problema viene cuando las personas que tienen décadas viviendo en esas zonas no pueden seguir ese alza de precios, tanto de alquileres y servicios, como de compras básicas. Un ejemplo de ello son los abarrotes, los cuales tradicionalmente han sido vendidos en la tiendita de la esquina, pero los altos precios de renta y servicios quiebran a estos negocios, de tal forma que ese rol es ahora desempeñado por cadenas de mini súpers de autoservicio que establecen sus propios precios, generalmente por encima de lo acostumbrado y se convierten en la única opción de compra. Así, las personas propietarias, que atendían su propio negocio para la subsistencia familiar, ahora tienen que buscar otro lugar en donde establecerse para poder seguir trabajando.
Otro factor que causa desplazamiento es la presencia del alquiler de corta estancia mediante plataformas como Airbnb, el cual en los últimos años ha tomado mucha popularidad en la Ciudad de México, a tal punto que se tienen cifras que indican que, en colonias como Polanco, Condesa y la Roma, por cada departamento en alquiler de larga estancia, hay 10 más en Airbnb (Escobar, 2024). Esto es indicador de cómo se ha vuelto más difícil conseguir rentas de estancias largas para vivir en zonas céntricas, ya que los dueños de estos predios prefieren poner en renta sus viviendas para estancias cortas en vez de estancias largas debido a que dejan mayores rendimientos en plazos de tiempo más cortos. Todo esto provoca que las personas que necesitan un lugar en dónde vivir a mediano y largo plazo se vean obligadas a desplazarse a zonas aledañas, mismas que empiezan a tener más demanda y, por ende, los precios también sufren aumentos (Escobar, 2024). Al final, las personas se quedan sin viviendas cerca de sus lugares de trabajo o escuela, y sus rentas no son tan bajas acorde a la zona en la que se encuentran.
Impacto social y económico
Desde el sector inmobiliario se justifica la hiperurbanización con el argumento de que genera empleos, detona el desarrollo económico, acelera el acceso a la tecnología, etc. Sin embargo, esas promesas no siempre son ciertas y, cuando lo son, los beneficios no son repartidos equitativamente.
El desarrollo económico es solo para un sector minoritario, a costa de los sectores menos privilegiados de la sociedad. Así como en el extractivismo clásico, el extractivismo urbano también implica la desaparición de pueblos originarios y de sus usos y costumbres, despojo de tierras, territorios y recursos naturales, provoca resentimientos sociales y ruptura del tejido social, aumenta las brechas socioeconómicas, entre muchas otras. "El extractivismo urbano está consolidando ciudades degradadas, violentas, insalubres, privatistas y antidemocráticas" (Viale, 2017, p.19).
Estos impactos socioeconómicos generan un efecto en cadena que obliga a las personas a buscar opciones de vida más adecuadas a sus posibilidades, pero que en vez de estar en el centro de la ciudad, ahora están en las periferias, en donde podrían carecer de servicios básicos como agua, luz, drenaje, saneamiento y transporte público de calidad. Así, decenas de personas terminan siendo desplazadas de manera forzada hacia las periferias de la ciudad, lo que detona nuevas desigualdades y afectaciones en su vida cotidiana, siendo las más comunes traslados de 2 horas de camino o más, así como gastos adicionales en servicios de transporte y alimentación, lo que termina por comprometer su calidad de vida.
En suma, todo ello provoca que la riqueza se concentre en el centro de la ciudad y que en las periferias haya cada vez más pobreza. El geógrafo Luis Alberto Salinas Arreortua, investigador del Instituto de Geografía (IG) de la UNAM explica, por ejemplo, que “la migración hacia las periferias ha generado la construcción de 500 mil viviendas de interés social, de 2004 a 2014; 53% de ellas ubicadas en Tecámac, Zumpango y Huehuetoca -municipios del Estado de México-“ (Torres, 2024), que no cumplen con las condiciones mínimas de una vivienda digna, que de acuerdo con la ONU son 7: disponibilidad de servicios básicos, asequibilidad, habitabilidad, accesibilidad, ubicación, adecuación cultural y seguridad de la tenencia (ONU-HABITAT, 2019). Por tal, las personas no encontraban atractivas esas unidades habitacionales, lo que se convirtió en un problema doble: las personas seguían buscando un mejor lugar en dónde vivir y, al mismo tiempo, las viviendas construidas quedaron vacías y abandonadas (Dávila et al., 2015). Esto podría ser indicativo de que el crecimiento de las periferias y del aumento de la pobreza en las mismas está relacionado con los megaproyectos extractivistas y la gentrificación que está provocando, entre otras cosas, desplazamiento forzado.
Conclusiones y propuestas
Enfrentar el crecimiento acelerado de una urbe tan grande, compleja y con una alta densidad de población representa un reto enorme. Si a esto se suma querer asegurar justicia y oportunidades equitativas para toda su población, resulta aún más retador. Sobre todo, si partimos de cómo está organizada actualmente la ciudad, y de que las políticas públicas y la forma en la que se hace planeación no son adecuadas. Además, es claro que, en las últimas décadas, quienes han tomado estas decisiones han estado a favor de los intereses de quienes ponen más dinero sobre la mesa sin importar a quiénes se esté perjudicando.
Las propuestas y posibles soluciones son bastante claras: políticas de regulación de alquileres y vivienda asequible (como los recientes cambios al Código Civil y a la Ley de Vivienda); exigir estudios de impacto social y ambiental antes de aprobar proyectos inmobiliarios; incentivar una planeación urbana inclusiva con modelos que respeten el patrimonio cultural y fomenten la diversidad socioeconómica; evitar la privatización de espacios comunes y mantener el acceso igualitario; fortalecer las leyes de vivienda como la Ley de Vivienda de la Ciudad de México3, por mencionar algunas.
Dichas propuestas son un punto de partida para replantear cómo construimos la ciudad de manera más justa. Sin embargo, la falta de implementación efectiva y, sobre todo, de supervisión de estas políticas y propuestas, limita su capacidad para frenar la gentrificación y los abusos inmobiliarios. Esto también da pie a especular si la implementación de estas regulaciones son sólo una cortina de humo que se utiliza para aparentar que se está atendiendo la problemática, cuando en realidad existe una colusión entre órganos reguladores y los agentes inversores privados para conceder permisos a cambio de beneficios o favores políticos y/o económicos.
Ante estas situaciones de desigualdad, la única opción que tienen las comunidades afectadas, es la de la resistencia, de alzar la voz, de plantarse y exigir los derechos que les están siendo violentados al permitir que lleguen megaproyectos que ellos no pidieron. Estas luchas por el territorio han sido claves en la defensa de los espacios que son importantes históricamente para la ciudad, que representan una identidad que debido a intereses económicos de unos cuantos pretenden ser modificados.
Ejemplos a lo largo de la historia de la ciudad hay muchos, desde los pueblos originarios de Xochimilco, pasando por los de Milpa Alta, llegando hasta casos más recientes como el del pueblo de Xoco en la Benito Juárez. Todos estos casos tienen en común una férrea defensa de su territorio en contra de las inmobiliarias y de los nulos esfuerzos de las autoridades por frenar este tipo de construcciones, y que a los vecinos no les queda de otra más que organizarse y salir a protestar y a defender su derecho a la vivienda.
La constante organización para la defensa del territorio se convirtió en una forma de expresión en contra del modelo extractivista y depredador que existe en las ciudades, y hasta ahora ha logrado entorpecer en gran medida el crecimiento desmedido de la ciudad que compromete la calidad de vida de las personas que viven en la ciudad y que no están dispuestas a ceder su territorio de una forma tan fácil, estando dispuestos a llegar hasta las últimas instancias con tal de evitar que por culpa de unos cuantos, les arrebaten su identidad y su arraigo al lugar en donde generaciones enteras han construido sus vidas.
Referencias
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1.- Para la construcción de este concepto, se retomaron los análisis y documentación del Observatorio de Conflictos Socioambientales (www.ocsa.ibero.mx)
2.- El llamado “extractivismo urbano” ha convertido a la ciudad y a la vivienda en mercancías y objetos de inversión que buscan generar grandes ganancias en el menor tiempo posible, en lugar de garantizar derechos básicos accesibles para todas las personas. Este extractivismo se caracteriza por la apropiación de espacios comunes, como el suelo urbano y de conservación, por parte de las grandes empresas inmobiliarias. (Orocio, 2024)
3.- La Ley de Vivienda de la Ciudad de México entró en vigor en el 2020 y establece el derecho a una vivienda digna y accesible, promoviendo la construcción de vivienda social y regulando los incrementos de renta según la inflación. También busca evitar el desplazamiento forzado y fomenta una planeación urbana inclusiva, exigiendo a los desarrolladores estudios de impacto social y ambiental. (Gaceta Oficial de la Ciudad de México, 2017)
Notas de interés:
Por: Roberto Carmona, Estudiante de la Licenciatura en Sustentabilidad Ambiental
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