Opinión | Rancho Izaguirre, ¿el Gulag Mexicano?

Jue, 29 Mayo 2025
¿El trabajo forzado al que el crimen organizado somete a las juventudes mexicanas pueden recordarnos a los campos de concentración del pasado? Académico de Historia IBERO lo analiza
  • Fotografía del Rancho Izaguirre que circuló en medios de comunicación.
Por: Rodolfo Gamiño Muñoz, Académico del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.
 
Las evidencias del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, evocaron a aquellas fotografías rescatadas por Francesc Boix y Antonio García del campo de concentración de Mauthausen en Alemania, así como también otros de los registros fotográficos que un cautivo tomó de manera clandestina en el campo de exterminio de Dachau. Ese rollo fotográfico durante años fue guardado celosamente en un tubo de pasta dental entre los ladrillos de una barraca y fue encontrado durante la demolición del campo después de la liberación. Ambos registros fueron denominados: “Fotografías sacadas del infierno”.
 
Teuchitlán, Jalisco, es una fotografía más de nuestro infierno, pero, no es el único y, lamentablemente, no será el último “campo de concentración, de reclutamiento o de exterminio” en México. Un Auschwitz mexicano, como algunos lo han denominado, mientras otros, han evadido nombrarlo. Aunque dicho concepto, sin historicidad, se vuelve confuso, además que es vaciado de toda forma y fondo.
 
La guerra de significados que han sostenido unos y otros actores resulta más que ociosa, seguro es más fructífero reflexionar lo que esa disputa de lenguaje en el fondo pretende ocultar. La disputa por el concepto como si fuera una definición precisa de nuestra realidad, resulta insignificante, pues pende de una mercancía imaginaria creada por unos y otros, la cual va e irá en detrimento del esclarecimiento, la verdad, las justicias y la anhelada no repetición. Al final, se trata de una mercancía imaginaria que no es tampoco inocente en términos políticos y sociales.
 
En estricto sentido histórico, no reproducimos ni vivimos en un Auschwitz, realmente reproducimos y experimentamos algo que es más cercano a un Gulag -aunque no por ello, sea algo menos infame- vivimos en un Gulag mexicano, vigente desde el rotundo triunfo del “totalitarismo narco”. Un Gulag que, como sistema, opera como un acuerdo entre los múltiples actores armados que maniobran de manera ilegal y el Estado mexicano, en todo sus niveles. Un acuerdo a través del cual desde los últimos cinco sexenios se viene administrando lo social, lo político y lo territorial.
 
Los campos de Sachsenhausen, Breitenau, Chelmo, Neuemgamme, Dachau y Auschwitz tienen su propia historia, su propio proceso que devino de una política de excepción, un totalitarismo nacionalista que se ancló en la estigmatización, exclusión y segregación del “otro”, del aquel que no es alemán. El gueto como operación de limpieza pública fue el origen del campo, la exclusión y segregación de aquel que no es conciudadano, de ese que no es digno de cohabitar el espacio del nacionalismo homogeneizante.
 
Posteriormente se trasladó a la población de los guetos a los campos de concentración, los cuales ya habían sido diseñados para recluir ahí no sólo a los judíos, sino también a mendigos, vagos, prostitutas, alcohólicos, psicópatas, migrantes, prisioneros de guerra, comunistas, gitanos, homosexuales, así como también a los alemanes disidentes del régimen nazi. En estos espacios las personas retenidas tenían que pasar un proceso didáctico: “trabajo educativo”, “renovador” y “liberador”. Los presos, a través de estos campos, eran administrados, pero, también explotados laboralmente.
 
Por último, algunos campos de concentración pasaron a ser campos de exterminio y borradura, sitios socorridos por la política denominada “solución final”. Estos centros se convirtieron en campos de extermino y borradura de las otredades, de esos “enemigo externos” que “amenazaban” los principios ideológicos, políticos, económicos y raciales del proyecto Nacional Socialista Nazi. Es importante subrayar que, todo esta ingeniería de exterminio se dio en un periodo de guerra y, por ende, en el marco de una política que podría ser llamada “excepcional”.
 
El exterminio, la desaparición y la borradura de personas en la Alemania nazi respondió a agendas políticas y sociales de forma gradual, no nació como una prioridad, fue un objetivo inducido por el contexto interno y externo de Alemania, particularmente, después de la impuesta “ley de solución final”. Tan fue así, que dentro de esa ingeniería estaba implícita la borradura de esa experiencia de horror, por ejemplo: los propios judíos que laboraban en la borradura fueron llamados Sonderkommando, ellos, como prisioneros, también fueron adiestrados para formar comandos especiales para llevar a cabo el exterminio de su propia raza.
 
Los judíos de este comando estaban encargados de trasladar a sus homólogos a las cámaras de gas, dotar de cuerpos a los hornos crematorios, abastecer las fosas y quemadores al aire libre, así como auscultar los restos para extraer cualquier pieza de valor. Ese comando de igual forma estaba encargado de limpiar las paredes y pisos de los hornos, darles mantenimiento y asegurarse que operaran adecuadamente. Los Sonderkommando estaban en la primera línea de exterminio, pues las fuerzas alemanas sabían que ellos, al igual que los exterminados, también serían desaparecidos, borrados de la faz de la tierra. Mientras que, los soldados alemanes, a lo lejos, sólo veían el horror del extermino del “otro”, en manos de “otro” como ellos, los cuales, tampoco sobrevivirían para contarlo.
 
Los horrores del campos de concentración alemán deshidrataron el lenguaje, exprimieron los últimos significados que la humanidad tenía, después, todo devino en inactivas ausencias. A veces ya no se quiere regresar a ese pasado, ya no se le quiere ver, ni saber nada de él, pero, nada de eso se puede ocultar, es parte de nuestra incomplitud histórica.
 
El rancho Izaguirre es una imagen más del día a día en nuestro realista tántalo, ante el cual la respuesta gubernamental y la otorgada por los presuntos perpetradores han sido por demás perturbadoras, ambas respuestas llevan perversamente la discusión a un terreno de palabras en torno al “campo de extermino”, negando la confirmación de la aguda crisis social y humanitaria que realmente existe en el fondo esos hallazgos. Ambas respuestas dejan todo a nuestra mercancía imaginaria, por ellos montada e impuesta. Aunque valga decir, el Rancho Izaguirre no es propiamente un “campo de concentración, de reclutamiento o de exterminio” en México, un Auschwitz mexicano, es algo más cercano a un Gulag propio de la época del totalitarismo soviético.
 
El Gulag soviético, en términos generales, se caracterizó por ser un espacio de reclusión exclusivo para el trabajo forzado, su ubicación regularmente estuvo en sitios recónditos, alejados de los asentamientos poblacionales. Fue planeado como una prolongación de las colonias de trabajo correccional -algo semejante a los guetos nazis- con la particularidad de que fue construido por soviéticos para los soviéticos, particularmente contra aquellos que disentía de las políticas estalinistas. El Gulag como espacio propio de la segregación, el silenciamiento y el castigo.
 
Paralelamente, el Gulag fue proyectado para amortiguar la economía soviética durante el periodo de guerra y su base operativa estuvo anclada en el trabajo forzado de todos los cuerpos extraídos y retenidos obligadamente.
 
Los edificios utilizados como Gulags no fueron construidos -a diferencia de los campos de concentración y exterminio nazi, para perdurar, la mayoría de los espacios y edificaciones de los Gulags fueron cuasi temporales y hasta itinerantes. Muchas de esas rústicas edificaciones fueron gradualmente borradas por elementos como el clima, los fuertes vientos y las bajas temperaturas, todos cómplices de esa primitiva ingeniería arquitectónica.
 
En otras palabras, el Gulags como ingeniería administrativa de lo social no fue considerada como una arquitectura indestructible, quizá porque, a diferencia de la Alemania Nazi, el “enemigo” estaba al interior de la nación, el “enemigo” era un connacional.
 
Esa lógica permitió que el gobierno totalitarista soviético hiciera de ese “otro”-paisano una servidumbre forzada, alguien impalpable para el resto de su cuerpo social. Las personas extraídas de ese cuerpo homogéneo eran invisibles e inexistentes en el estalinista sueño del nacionalismo impoluto y su idealizada soberanía guerrera.
 
Los retenidos en el Gulag eran simbólicamente los parias, quien llegaba ahí era una paria soviética, una persona sin valor para el cuerpo social, para el cuerpo nacional. La persona recluida en el Gulag era un segregado, un estigmatizado para el cual salir del Gulag no era ningún opción, el estigma no aseguraba que no se integrara a la sociedad, su “regeneración” nunca llegaría. Mucha de la población que vivió retenido en los Gulags murió en ellos, acabaron en fosas comunes y clandestinas que fueron fabricadas en las inmediaciones del Gulag, cuando alguien enfermaba o estaba desahuciado, era extraído del Gulag y arrojado en caminos aledaños para que muriera fuera de sus muros.
Como puede constatarse, el Gulag soviético no tenía como fin directo la muerte de los detenidos, no eran campos de exterminio como algunos de los campos Nazis.
 
El hecho que no hubiera una ingeniería y tecnología de exterminio no quiere decir que el aprecio por la vida, el respeto a los derechos humanos haya sido algo presente y vigente en el Gulag. La finalidad de ese sistema concentracionario eran múltiples: aleccionar, castigar, dar soporte económico, alejar al disidente del cuerpo social, establecer una pedagogía represiva, imponer el miedo a la disidencia política.
 
Anne Applebaum, autora de uno de los trabajos más reputados sobre los Gulags soviéticos ha sentenciado que “los Gulags no surgieron de la nada, reflejaron el nivel general de la sociedad que los rodea. Si los campos eran mugrientos; los guardias brutales; los equipos de trabajo negligentes, era en parte porque la mugre, la brutalidad y la desidia abundaban en otras esfera de la vida soviética”.
Siguiendo el argumento de Applebaum, podemos inferir que el hallazgo de Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, no es un campo concentracionario forzado de personas que surgió de la nada, refleja también el nivel general de nuestra sociedad gobernada también por el “totalitarismo narco”. Estamos rodeamos de esos espacios aislados y no tan aislados, en los que la invisibilidad, el silencio, la brutalidad y el horror abunda también en otras esfera de la vida y la muerte en México.
 
El cinismo del gobierno mexicano es análogo al del soviet en torno al Gulag, predomina el negacionismo y la impunidad.
 
 
En México, tal como pasó en los Gulags soviéticos, la narrativa oficial los ha negado, pretendido mantener en el silencio y el olvido, como una anomalía pasajera, en la que por “casualidad” las madres buscadoras descubrieron, registraron y fotografiaron, cuál émulo del campo de exterminio Nazi -como ya se señaló- lectura equivocada.
 
El Rancho Izaguirre develó la existencia en México de campos de reclutamiento-reclusión forzada, espacios que al igual que el Gulag soviético son usados de forma itinerante, alejados y cercanos de los centros poblacionales. Son espacios que no están pensados para un uso permanente. Esos campos de reclutamiento-reclusión forzada son el prototipo del afianzamiento del mencionado “totalitarismo narco”, esa empresa nacional y trasnacional que ha crecido con la aquiescencia de las esferas gubernamentales de todos los niveles y que se alimenta a partir de las pobrezas, precariedades y vulnerabilidad que permean a los sectores, principalmente, juveniles y profesionales. Jóvenes que, a ojos de esas empresas ilegales son interminables ejércitos de reserva laboral-forzada, los cuales son cooptados con la promesa de un futuro mejor a través de un empleo en sus múltiples negocios ilegales y legales.
 
Al igual que el Gulag ruso, el campo de trabajo forzado en México funge como un proceso ilegal para purgar a los sectores sociales que representan cuerpos desechables y administrables a través del vínculo laboral ilegal. Jóvenes que no son considerados ni siquiera mano de obra barata, sino por el contrario, mano de obra gratuita gracias a la precarización laboral formal y la desmedida existencia de técnicos y profesionales que engrosan las filas del desempleo y la precariedad.
 
Las personas retenidas forzadamente suelen ocupar los puestos más bajos en la compleja estratificación burocrática de las empresas ilegales, incluido el narcotráfico. Al igual que el Gulag, el Rancho Izaguirre develó que los retenidos tenían simbólicamente la connotación de parias, personas sin valor para el cuerpo social nacional, jóvenes a los que, en apariencia, el estar fuera del campo concentracionario de trabajo forzado no les representa una opción, como si su movilidad y ascenso social fuera algo imposible a través del trabajo legal.
 
Los parámetros de lo horroroso en México se difuminan, cada sexenio la capacidad de asombro ante el horror se renueva, a pesar de las múltiples peripecias y disputas lingüísticas ente los actores legales e ilegales. Asistimos a la era del “tatalitarismo narco”, que al estilo soviético, se reproduce en las purezas éticas y morales de nuestra democracia mexicana.
 
En cada sexenio perdemos algo que nunca regresará, en este aún prematuro sexenio parece perdemos la posibilidad de lenguaje, del nombrar y negar la experiencia como evidencia del latente horror. Más lejos estamos de la verdad, justicia, reparación y la no repetición. El cinismo del gobierno mexicano es análogo al del soviet en torno al Gulag, predomina el negacionismo y la impunidad.
 
Notas de interés:

 

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