Presencia de narco en comunidades indígenas no debe seguir ocultándose
La presencia sostenible, orgánica e irrefutable del narcotráfico en la mayoría de las comunidades indígenas de México no debe seguir ocultándose, pues ha obligado a estas poblaciones a desplazarse ante una violencia cada vez más compleja, señaló Carlos Arturo Hernández Dávila, docente de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, al participar en el conversatorio Cerocahui: Martirio y violencia.
Durante el encuentro organizado por el Departamento de Ciencias Sociales y Políticas, en memoria de los padres jesuitas Javier Campos y Joaquín Cesar Mora, así como de Pedro Eliodoro Palma, guía de turistas, asesinados el lunes en Chihuahua, el investigador recordó que la Sierra Tarahumara es una zona históricamente olvidada con una serie de despropósitos en términos de pobreza, abandono y miseria, que ha sido secular y que en la propia memoria ritual rarámuri es algo que se ha ido consolidando cada vez más.
Hernández compartió que muchas comunidades rarámuri han tenido que desplazarse hacia Torreón o Chihuahua por la violencia cada vez más compleja del crimen organizado que les obliga a trabajar de forma esclava en plantíos de amapola. O que les han quitado la tierra dónde siembran maíz para convertirse en sembradíos de semillas de amapola. Denunció asimismo el desvío de ríos para estos cultivos que necesitan mucha agua.
Otra de las consecuencias ha sido que haya jóvenes que se involucran activamente como halcones en distintas zonas.
La Mtra. Marisol López Menéndez, académica del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas, comentó que en la Sierra Tarahumara se tiene un complicado entramado de relaciones entre los diferentes niveles de gobierno con la delincuencia organizada, pues se tiene tala clandestina, narcotráfico, tráfico de personas, toda una serie de delitos que parecen incrustados en la región y que, aparentemente, todo mundo sabe que están ahí, pero nadie hace nada para evitarlos.
Para la investigadora, las narrativas conducen a la caracterización martirial de Javier Campos y de Joaquín Mora, pero también a la creciente identificación de El Chueco como la maldad pura. El problema de esta narrativa –abundó-- es que desaparecen todas las causas estructurales que permiten entender el fenómeno de la violencia.
En cambio, señaló la académica, no se habla de otros elementos que permitirían pensar en esto como parte de una actividad criminal concertada, planeada y, de alguna manera, permitida, al menos, por las autoridades municipales.
Tampoco se habla de cómo los cuerpos pudieron llegar del templo en donde fueron asesinados hasta Creel, ni de como el perpetrador se movió con soltura por su zona de influencia. No se habla de los desplazamientos forzados de las comunidades indígenas en la zona tarahumara, que han sido permanentes desde hace 10 años, ni de la creciente violencia criminal frente a la inacción del Estado.
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Valentina González/JCM
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