Ignacio, un místico enamorado

Vie, 16 Ago 2024
El ejemplo de San Ignacio invita a alcanzar el equilibrio entre la contemplación y la acción, de acuerdo con Genaro Ávila-Valencia, S.J.
  • La Compañía de Jesús fue fundada por San Ignacio de Loyola

Por: Genaro Ávila-Valencia, S.J.

Lo más común es asociar la imagen de Ignacio de Loyola con la de un gentil hombre. Un caballero cortesano. Un audaz aventurero herido en batalla. Así como la de un importante fundador de una Orden religiosa de significativa importancia histórica; y, hasta con la de un suspicaz maestro de la sospecha. Si bien, es cierto que Ignacio puede representar todo esto. Hoy, para celebrar su día (que se conmemoró el 31 de julio pasado), quisiera que tratáramos de asomarnos un poco más a su corazón.

Me parece a mí, que lo que predominantemente describe a Ignacio es, su ser peregrino, como el mismo se hace llamar. Peregrino, para quien el motor de su búsqueda es su corazón, con todos sus afectos. Un peregrino que, constantemente va preguntándole a su Señor: “¿A dónde Señor me quieres llevar?” y que, seguido de esta pregunta, se contesta con absoluta confianza: “Siguiéndote, no me podré perder.” Peregrino incansable. Un hombre infatigable que, aunque cojo, abre brechas y caminos en todo sentido; tanto en los abruptos y desconocidos caminos terrestres, como en las inefables profundidades de las veredas del espíritu.

Conociendo y conversando un poco más con el padre Ignacio, parece que me quiere compartir que él también fue un hombre extremadamente sensible. Tanto que, una de las cosas que más disfrutaba era contemplar las estrellas, quizá por horas. Tan sensible que, podía captar la brisa suave de la presencia de Dios que se le comunicaba en todo. Tan sensible que, con tan sólo quince minutos, era capaz de entrar en profundo contacto con Dios. Una sensibilidad fina; pasada por el Evangelio. Ejercitada por la contemplación constante y la aplicación de los sentidos. El padre Ignacio me hace notar que, era un hombre tan sensible, como capaz de amar profundamente a sus grandes amigos, a pesar de la distancia. Tan sensible, como para dejarse afectar por las mujeres desamparadas que se encontraba por Roma.

Mirando al viejo Ignacio, lejos ya de sus años mozos de “desgarrada y vana” juventud, con su mirada profunda y serena, parece compartirme el secreto de su mística; “una mística de servicio por amor, más que de unión amorosa; mística resultante de una acción divina sobre lo humano, total, intelectual y sensible, más que una mística de introversión (…) ”. Parece contarme que, más allá de los dones místicos que recibió como lágrimas; gozo y reposo espiritual; consolación intensa sin causa precedente; elevación de mente; mociones intensas; visitaciones espirituales; locuela; leticia interna; quietud y hasta pacificación del alma con su Criador y Señor. Todo eso es nada si no está enraizado por el amor que se debe “poner en obras más que en las palabras.”

Antes de despedirnos, el buen Ignacio, desasido de sí mismo y aniquilado ya su ego, me mira con una imperturbable paz y parece contarme que el secreto de su vida toda, fue el deseo de seguir a Jesús. Un deseo dinamizador de amarle y de servirle en todo. Yo le miro en silencioso y perplejo. Parece ser un hombre de tal profundidad, que ha alcanzado el equilibrio entre la contemplación y la acción. Al momento del abrazo final, me dice al oído quedamente: “procura tener ante tus ojos, mientras vivas, primero a Dios; y, recuerda siempre, que hemos sido llamados para servir a los más pobres y reconciliar a los desavenidos. Esa es la fuente de nuestra mística de la acción.”

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