#Opinión. Cien días de Presidenta: ¿Logros o indicios?
Por Erubiel Tirado: Académico del Departamento de Historia y Coordinador del Diplomado “Seguridad Nacional en México. Los desafíos del siglo XXI” de la Universidad Iberoamericana
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Este 12 de enero la Presidenta Sheinbaum, antes que una evaluación de su nobel gestión, decidió hacer una doble manifestación de poder del proyecto político que representa su gobierno con varios significados que anticipan el esbozo de su “estilo personal de gobernar” (Daniel Cosío Villegas dixit). El primero de ellos fue el lanzamiento de un singular esquema de desarme con el apoyo del clero católico y a cargo de la Defensa (acompañada de la Secretaría de Gobernación) y el otro evento fue el músculo multitudinario convocado en el Zócalo para celebrar “los primeros logros”, así rezaba la propaganda, del movimiento político AMLO-Sheinbaum. Se dijo ya en este espacio que los primeros cien días de gobierno eran más que suficientes para demostrar voluntad política, autoridad civil y vocación democrática, pero ahora parece que seguirán en la agenda pendiente de cambio sustancial.
Cien días de gobierno: el origen analítico y deformación política
Académica e intelectualmente no existe un criterio cierto ni metodológico en el que se justifique el parámetro de los primeros cien días de gestión gubernamental, de cualquier signo y tipo (parlamentario o presidencial), para establecer una caracterización definida sobre el régimen en cuestión. Sin embargo, en la tradición anglosajona de análisis y periodismo de opinión e investigación, este criterio fijado de manera arbitraria o discrecional por un gremio y culturas específicas que se extendieron a otros ámbitos como el de los países latinoamericanos, sirve para establecer las primeras líneas de tendencia gubernamental e ir, supuestamente, anticipando premisas de éxito o fracaso. En la realidad mexicana, difícilmente se puede establecer algún patrón en este sentido, no todo gobierno ha seguido durante seis largos años, la misma caracterización de políticas públicas definidas en dicho periodo primigenio. De ahí que desde los años ochenta del siglo pasado se estableciera constitucional y legalmente un diseño de planeación estatal (de tipo estratégico) y programático que definiera los “qués” y “cómos”, respectivamente, de cada gestión presidencial acotando la discrecionalidad subjetiva de quien ocupase la Presidencia en turno, aunque ello no salvara del todo al país de ocurrencias del Ejecutivo federal que pusiera en riesgo su estabilidad financiera, política y social.
En los últimos años, en materia de gestión gubernamental, hemos visto cómo se ensancha aquella diferencia que los politólogos mexicanos establecieron entre el país legal y el real, donde Estado democrático de derecho era el Norte analítico para establecer los primeros juicios de valor sobre la calidad de cada administración sexenal: mientras más se fortalecían las instituciones con un marco legal cierto con garantías y cumplimiento irrestricto salvaguardado por un poder judicial y un legislativo independientes en todas los ámbitos de la vida social y política, en esa medida el país se acercaba a los ideales democráticos y de bienestar definidos en la Constitución.
La primera conclusión en este sentido es la clara deformación entre la voluntad política primaria de los gobernantes y el diseño constitucional y legal de una administración: cuando el diseño legal e institucional, aun definido previamente por el mismo gobierno (ya lo hemos visto), no se ajusta a una decisión discrecional o capricho presidencial, se cambian normas e instituciones que estorban antes que cumplir con un marco normativo que dé certeza por igual a gobernados y gobernantes.
Primeros pasos ¿o tropiezos?
En el caso de la actual administración presidencial, también es difícil establecer de un modo diferenciado y claro “el sello Sheinbaum”, cuando apenas hace unas semanas se anunció una batería de cambios constitucionales y legales impulsados desde su gobierno que inició en octubre pasado y que tienden a sancionar o a corroborar acciones gubernamentales que se anticipan ya como políticas que marcarán el sexenio que cumple sus primeros cien días. Parte de la dificultad de definir el nuevo derrotero gubernamental es el imponderable de que buena parte de estos días se han empleado en cerrar los temas de la agenda político-constitucional del mentor y antecesor de la actual Presidenta. No se trata de establecer una diferencia necesaria de gestión, tratándose de un mismo proyecto político con características definidas en los pasados seis años, sino de la manera en que se inició cada gestión: López Obrador, con el apoyo (o complicidad) de su antecesor priísta, comenzó su gobierno en diciembre de 2018 (de hecho, desde antes luego del triunfo electoral), ya con un andamiaje constitucional y legal de la administración pública, debidamente confeccionado y ajustado al credo de su oferta política que le hizo ganar el poder. No fue el caso de la Presidenta actual que, luego de estar cumplimentando la agenda de cambio estructural definida en febrero pasado por su antecesor con reformas constitucionales y legales que han cambiado el rostro y eficiencia del Estado mexicano, será después de los “cien días” iniciales de gobierno en que dará banderazo de salida al perfilamiento estratégico de su gestión.
La herencia político-administrativa de la que se ha tenido que hacer cargo la Presidenta, sin duda, ha distraído sus esfuerzos tanto para sentar las bases particulares de su visión sobre el proyecto de cambio y estilo de gobernar del que forma parte desde hace más de dos décadas, como para atender problemas urgentes que no terminan de solucionarse y que son una mezcla de herencia y de la perspectiva dual (¿estilo Sheinbaum?) con la que proyecta su solución. Esto es posible observar en materia de seguridad, pues mientras conserva prácticas de su antecesor (anunciar programas sin diagnóstico antes de la definición del Plan Nacional de Desarrollo cuyas formalidades siguen vigentes desde hace más de cuatro décadas) y la abierta alineación narrativa de “abrazos no balazos” con el tratamiento a las causas de la violencia del país con el enfoque asistencial (y clientelar) de las políticas sociales, de manera soterrada y no tan disimulada, lanza acciones focalizadas de confrontación con el crimen organizado y el narcotráfico en abierta contraposición al comportamiento sexenal anterior. Se habló en este espacio sobre la necesidad urgente de demostrar voluntad política, autoridad civil y vocación democrática en estos cien días; se trata de atributos que siguen pendientes.
Propaganda o resultados. La impronta autoritaria
En el viejo régimen priísta, era común ocultar los resultados negativos con la exaltación propagandística de los pobres resultados de gobierno, además de ensalzar el paternalismo autoritario y presidencial del régimen ante la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas o de defensa efectiva de los derechos humanos y ciudadanos. Luego del cúmulo de cambios constitucionales junto con, entre otras cosas, la desaparición de órganos y poderes autónomos que ampliaron gradualmente el régimen democrático de transición iniciado hace tres décadas, la restauración dramática de mecanismos de poder discrecional, ha dado paso al autoelogio y la descalificación a ultranza de la crítica ponderada que advierte los riesgos para el país y toda la población junto con la necesidad de apuntalar el inicio de gestión de la primera Presidenta. Lo que se tiene es una peligrosa mezcla de negación sobre varios de los graves problemas que se están enfrentando y/o la banalización de los que están por venir allende las fronteras (no solo del norte), junto con un engolosinamiento del fenómeno de la llamada “luna de miel” de todo gobierno que empieza sin advertir su límite temporal ni el espacio de legitimidad que representa para establecer una ruta cierta de desarrollo y bienestar para todos.
Desde el sexenio pasado se advierte un divorcio entre popularidad (aun mayor que los emblemas populistas del priísmo decimonónico) y gestión eficiente de gobierno (que contrasta con el pobre desempeño de la economía, la violencia y su agravamiento cuantitativo y cualitativo), que parece seguirá bajo la tónica de la aceptación presidencial acompañada de los reiterados clichés: las recientes encuestas de popularidad recientes no miden la exclusión de género cuando se han expresado mujeres (líderes sociales y políticas) que en forma abierta expresan que no llegaron todas con la Presidenta. Lo mismo ocurre con los datos de reducción general en la incidencia delictiva publicitados en los últimos días que, ante la falta de contrastes y de auditabilidad externa objetiva, se convierten en auto de fe cuyas bondades habrá de dar por buenas. De este modo, más que con resultados objetivos que estarán por verse en el mediano y largo plazos, el gobierno ostenta su poder al interior: por un lado, con acciones político-religiosas de sometimiento al clero católico que prestará sus iglesias para canjear armas ilegales y tendrá que acallar ahora en adelante sus posibles críticas a la ineficiencia de las políticas de seguridad (como lo hacía hasta hace poco). Y, por otro, con la plaza pública abarrotada que convalida una luna de miel que, prolongada artificialmente, puede tornarse amarga para la Presidenta, el gobierno y el país.
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