#Opinión. Muerte y violencia sexenal. Reto sin futuro

Mié, 2 Oct 2024
El Mtro. Erubiel Tirado, profesor del Departamento de Historia, señala que el saldo entre asesinatos y muertes que pudieron evitarse en los recientes seis años, son un legado y deuda gubernamental
Subrayó que la indolencia e incapacidad institucionales ante el crimen organizado han provocado indefensión de las madres buscadoras, quienes no solo fueron, sino que son ignoradas en sus reclamos de justicia y apoyo

El saldo entre asesinatos y muertes que pudieron evitarse en los pasados seis años, son un legado y deuda gubernamental que, en efecto como las vivencias mexicanas de los últimos años, tiene tintes claros de drama histórico para el país. En números redondos, entre 2018 y 2024 ha habido un millón de vidas humanas perdidas, entre los 200 mil homicidios dolosos y 800 mil fallecimientos por “exceso de mortandad” provocado por la pandemia y que en, en términos llanos, no debieron ocurrir ante una respuesta eficiente de las instituciones responsables de velar por la integridad de la gente. A esta cuenta se debe agregar la cifra de más de cien mil desaparecidos que se arrastra, junto con la violencia y ataques contra sus familiares (particularmente mujeres, madres, hijas, hermanas…), en una fenomenología de violencia que no figuraba cuantitativamente en la agenda de seguridad del Estado mexicano, desde la primera alternancia política de nuestra trunca transición democrática. Las cifras son las mayores en los últimos tres sexenios, no tienen precedentes y no hay manera de ocultar, minimizar o negarlas con la retórica de la “posverdad” hecha versión oficial desde el poder. Como respuesta, la agenda primigenia de seguridad del nuevo gobierno, planteada en cuatro ejes y un plan de cien días, no apuntan a soluciones estructurales necesariamente, pero sí a tensiones políticas con los militares en caso de siquiera intentar “coordinar” acciones o medidas serias de solución de origen civil (léase la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, SSPC).

Violencia homicida creciente. Sinaloa sirve como triste ejemplo coyuntural como parte de la “respuesta institucional” ante la violencia y su escalada que era previsible por la captura-entrega de capos del cártel de Sinaloa (de hecho, los organismos de inteligencia civil y militares así lo hicieron y no se indicaba entonces “conspiración extranjera”, como ahora se dice rememorando a Díaz Ordaz). A casi un mes de la claudicación político-militar ante la guerra entre organizaciones criminales, estamos en presencia de una versión corregida y aumentada de la indolencia o incompetencia del “pasado neoliberal” frente a los enfrentamientos que tienen como rehén a la población civil. La lógica es mezquina y perversa: que los grupos delincuenciales se maten entre sí, no hay ningún tipo de investigación ministerial; y, las fuerzas del orden (ahora militares) no intervendrán. Si acaso, hasta que haya una definición del predominio de una organización criminal, porque de ese modo bajan la violencia y los homicidios, lo que se puede luego presumir como “logros” de gobierno. En medio siempre estará la población con víctimas que se contabilizan como “daño colateral” en la lógica castrense.

El otro recurso ante la omisión e ineficiencia militar y de las policías locales es la mera manipulación de la contabilidad, no solo de las muertes sino de la “delincuencia común” (taxonomía ya anacrónica e inútil desde hace unos años en que se consolidó un patrón de interfase entre el crimen organizado y delincuentes comunes). De ahí que los expertos se tomen con reserva las afirmaciones de disminución tanto de homicidios dolosos como de delitos “comunes”. Un ejemplo claro de esta falacia son la extorsión y el secuestro, cuya incidencia se ignora o simplemente se manipula debido a su naturaleza de difícil consignación y seguimiento.

Personas desaparecidas y madres buscadoras. Indolencia y silencio crueles. De las más de cien mil desapariciones que estaban reconocidas oficialmente y que legitimaron políticas públicas el sexenio anterior, prácticamente la mitad, 48 por ciento, ocurrieron en tal administración. Era preocupante ya la cifra del fenómeno de la desaparición forzada al inicio de un gobierno que prometió hacer frente a una grave crisis humanitaria heredada. Lo que siguió después la hizo más grave aún por políticas fallidas cargadas de omisiones, incapacidades y falta deliberada de recursos, que orillaron a los familiares de las víctimas a asumir una función que correspondía al Estado. La indolencia e incapacidad institucionales ante el crimen organizado provocó indefensión de las madres buscadoras, quienes no solo fueron (y son) ignoradas en sus reclamos de justicia y apoyo, sino que son expuestas a las acciones criminales de los perpetradores, pagando con sus vidas su valor civil. Estas mujeres no figuran en el nuevo discurso reivindicativo de género del nuevo gobierno, como tampoco merecen un planteamiento en el esbozo anunciado de la estrategia de seguridad.

El doble paradigma de Iguala. A diez años de la tragedia, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa (2014), muestra una doble lección sobre la impronta ominosa de un Estado de esencia clientelar y autoritaria que controla y reprime cuando llega al límite de su incapacidad. En principio, los sucesos en sí mismos trazan de manera transversal los vicios, incompetencias y corruptelas de un entramado de autoridades políticas, policiales (en los tres niveles de gobierno) y militares extraviadas por el narcotráfico, que hicieron posible violencia, exterminio y desaparición de jóvenes estudiantes. Esa es la narrativa de indicios que relucieron en las semanas inmediatas después de los hechos. El segundo paradigma se observa en la secuela de los comportamientos institucionales de dos administraciones que encabezaron y manipularon las investigaciones que expresan todo tipo de motivaciones, menos la del esclarecimiento total, de deslindar responsabilidades (mucho menos si se toca al ejército, que también tiene víctimas en la tragedia). El laboratorio institucional de Ayotzinapa es lección de futuro respecto de los límites reales de la seguridad pública y de las capacidades institucionales de investigación autónoma a la luz de un nuevo paradigma desde la “izquierda”: con los militares todo, contra ellos nada. Estas dimensiones de la desaparición forzada junto con las actividades delictivas que se le vinculan (organizada o no), son parte del mismo telar.

¿“No futuro”? La mitad de los ejes de la estrategia de seguridad anunciada giran en la retórica clientelar y militarista del pasado reciente (“atacar las causas de la inseguridad” mediante entrega de “apoyos sociales” y “la consolidación de la Guardia Nacional” debidamente militarizada) que, por cierto, son pilares de la nueva “gobernanza democrática”. La otra mitad, la que podría interesar en términos de combatir mortandad criminal y violencia endémica, se sustenta en la “inteligencia” y la “coordinación” institucional. Ambos factores, hoy por hoy, pasan por el tamiz de la aquiescencia militar. El sistema de información o de inteligencia que se pretendió con el desarrollo del extinto Centro de Información y Seguridad Nacional (Cisen), fue deformado primero, y suprimido después, a cambio de un órgano de inteligencia policial, contra el crimen organizado… y de espionaje político. En tanto, la última década al menos, el sector militar ha usufructuado y ensanchado sus recursos e infraestructura de inteligencia al grado que tiene, al igual que otras de sus capacidades, una hipertrofia que se superpone a las tareas propias de su función de defensa, duplica funciones y derrocha presupuesto sin control, sin supervisión… y sin muchos resultados. Está al servicio de los altos mandos y, a veces, de la Presidencia de la República. Bajo esas premisas, el Centro Nacional de Inteligencia (¿policial?) desde donde, supuestamente nacerá la coordinación operativa de la nueva estrategia, está en desventaja respecto de los órganos castrenses. Habrá resultados amplios (si es que ese será el “cambio con continuidad”), donde los militares lo consientan y permitan. La autoridad civil se limitará, en los hechos, al entendimiento con las policías locales buscando disminuir los “delitos de alto impacto” como ya se promete (no se incluye la inseguridad en general). En tanto, lo que existe en el país, es un diseño legal de amplia discrecionalidad para el castigo político simulado y al mejor postor (cortesía de la reforma judicial). El catálogo de delitos con prisión preventiva oficiosa, se ha incrementado exponencialmente bajo un régimen de izquierda.

Antes de su asunción, la presidenta se comprometió a no ordenar que se violen los derechos humanos de la población (11 de septiembre). Salvo Porfirio Díaz con su “mátalos en caliente”, no se tiene en la historia moderna del país, antecedente alguno de órdenes presidenciales expresas de represión o asesinatos políticos ejecutadas por militares. Lo que sí se sabe muy bien, es que la retórica de la omisión presidencial tiene un papel efectivo en las reglas no escritas de la represión política mexicana, y aquí los ejemplos no se reducen a 1968 y la “guerra sucia”. Si de cambios reales se tratan los nuevos tiempos, debe empezar por ordenarse la cancelación de compra de la Sedena, por “razones de seguridad nacional”, de más de dos millones y medio de bombas lacrimógenas y equipos antimotines (la misma izquierda que hoy gobierna, detuvo una compra similar en el pasado). Cien días son demasiados para mostrar voluntad política, autoridad civil y vocación democrática.

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Por: Mtro. Erubiel Tirado, académico del Departamento de Historia y Coordinador del Diplomado 'Seguridad Nacional en México. Los desafíos del siglo XXI', de la Universidad Iberoamericana.

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