Opinión | El Futuro Arde IV: El Litio ¿Es Realmente “Verde”?

Lun, 8 Dic 2025
El poder global dejó de centrarse en el petróleo para concentrarse en minerales estratégicos como litio, cobalto, níquel, cobre y tierras raras
La pregunta clave no es si habrá energías renovables, sino ¿quién controlará el nuevo sistema energético?
  • Explotación de litio en el Salar de Uyuni, en Bolivia. Imagen tomada de https://fundacionsolon.org
Por: 
Enrique Healy Wehlen, académico del Departamento de Estudios en Ingeniería para la Innovación

Hoy el poder ya no reside en los pozos petroleros, sino en minas de litio, cobalto, níquel, cobre y tierras raras, indispensables para baterías, paneles solares, turbinas eólicas, redes eléctricas inteligentes y autos eléctricos. Estos recursos se concentran en regiones específicas de México, América Latina, África y Asia, mientras que la tecnología, el financiamiento y la manufactura avanzada permanecen firmemente en manos del norte global.

Bajo el discurso de ¨energía limpia para todos¨, la transición —tal como está siendo diseñada —amenaza con consolidar nuevas formas de dependencia, ahora no basadas en el petróleo, sino en los insumos que sostienen las tecnologías “verdes”. La energía puede ser limpia, pero si su gestión continúa concentrada en grandes corporaciones o en Estados hegemónicos, su impacto social será tan excluyente como el modelo fósil.

La pregunta central no es si el mundo abandonará los combustibles fósiles por energías renovables, sino quién controlará ese nuevo sistema energético. Una transición que no redistribuye la toma de decisiones sólo maquilla un sistema desigual con tecnología nueva.

El litio: el nuevo recurso estratégico, ¿es realmente “verde”?

El litio ha comenzado a desempeñar un papel similar al del petróleo: motivo de alianzas, tensiones diplomáticas y disputas territoriales. Pero este auge no tiene nada de inocente. Bajo el discurso de la “transición verde” se esconden intereses mineros, corporativos y geopolíticos que buscan controlar un recurso escaso y altamente estratégico.

La paradoja es evidente: la mayor parte del litio se ubica en salares, extensas llanuras desérticas asentadas en cuencas endorreicas —sistemas cerrados sin salida al mar— donde la evaporación supera ampliamente a la precipitación.

Y es precisamente en estas regiones áridas y semiáridas —donde se concentra la extracción del mineral que el mundo insiste en presentar como “limpio”, mientras los territorios que lo albergan pagan el precio real de esa supuesta limpieza.

Su extracción implica el bombeo masivo de salmueras subterráneas —depósitos de agua salina ricas en litio— hacia grandes piscinas de evaporación.

Este proceso puede prolongarse durante meses o incluso años, periodo en el cual enormes volúmenes de agua se pierden por evaporación o quedan químicamente alterados.

Cada metro cúbico de salmuera extraído altera un sistema hídrico que, por su propia naturaleza, carece de capacidad de recuperación sostenible. Con ello disminuye la disponibilidad de agua y se altera el equilibrio hidroquímico de la zona, afectando la composición del suelo, la biodiversidad, la agricultura y la ganadería de subsistencia.

Lo que para el mercado significa “baterías más eficientes”, para los pueblos originarios representa la pérdida de acuíferos, tierras improductivas, ríos que desaparecen y formas de vida que se vuelven insostenibles.

La transición que pretende combatir el calentamiento global termina presionando al recurso más esencial para la vida: el agua. Porque, al final, no hay nada “verde” en un mineral cuya extracción seca salares, altera ecosistemas y despoja a comunidades de la misma agua que sostiene su vida.

Una transición sin justicia

El conflicto por el litio revela algo más profundo que un problema técnico: exhibe el corazón político de la transición energética.

  • El litio es el recurso de una transición energética industrial.
  • El agua es el recurso fundamental que garantiza la permanencia de la vida en la Tierra.

Cuando ambos chocan —como ocurre en salares de México, Chile, Bolivia, Argentina— surge la pregunta central que da origen a este texto: ¿Vale la pena electrificar el mundo si para hacerlo debemos desecar los territorios donde la vida se sostiene?

Mientras potencias y corporaciones reconfiguran su influencia, emerge una verdad incómoda: la transición energética global se construye sin justicia, sin democracia y sin humanidad.

Más aún: la transición energética que hoy se impulsa no cuestiona la concentración del poder; la profundiza.

 Y si un cambio tecnológico mantiene intactas las estructuras que generan desigualdad, entonces no es transición: es una modernización de la injusticia. Una “descarbonización” que nunca pregunta quién gana y quién pierde.

Sin embargo, la historia no está escrita.

Imagen tomada de la página web: https://uchile.cl

El poder desde abajo: alternativas que sí transforman

Frente a este escenario, en barrios, poblados, ejidos y periferias de México, América Latina, y otras regiones del mundo, los pueblos han comenzado a recuperar algo más profundo que la electricidad: el derecho a decidir sobre la energía que las sostiene.

En el ¨Futuro Arde III¨ propuse microrredes solares, cooperativas energéticas, oasis de energía–agua–alimento, sistemas comunitarios de almacenamiento y redes locales de producción. Estas experiencias, aunque pequeñas en escala, abren una grieta luminosa en la lógica centralizada que ha dominado la energía.

Si esa luz se expande, puede encender una nueva civilización. Porque lo verdaderamente verde —y lo verdaderamente transformador— nace desde abajo, de forma colectiva.

La pregunta ya no es quién escribirá el futuro energético.

Es desde dónde queremos que se escriba.

Si dejamos que lo dicten los centros de poder, la historia se repetirá.
Si lo escriben los pueblos, la transición no sólo distribuirá energía: también dignidad, autonomía y vida.

Arder para iluminar

El futuro arderá, sí, inevitablemente. Pero arder no es únicamente quemar o destruir; es también revelar, iluminar lo que antes permanecía oculto.

Y en esa luz —la que nace desde abajo, desde lo común, desde la dignidad de los pueblos— puede nacer, por fin, una transición verdaderamente justa.

Una transición que no responda a los mercados ni a las potencias, sino a la vida. Una transición donde el nuevo mapa energético lo tracen quienes han decidido recuperar el derecho más elemental: existir con energía, con agua, con alimento y con dignidad.

Porque el mayor riesgo no es ambiental: es político y ético.

Una transición que no libere a los pueblos no cambia la historia: sólo la electrifica.

 

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